Adolescencia, una ficción de terror
Una mirada provocativa de la serie de Netflix desde un punto de vista que se suele dejar de lado al hablar de ella: su narración.
Empecemos despejando el terreno conceptual: la serie de Netflix Adolescencia no es un documental ni tampoco refleja fielmente la realidad de los adolescentes hoy en día, a pesar de que se haya vendido así. Adolescencia es, sobre todo, una fábula de terror para padres y, en general, para adultos. Y, como en toda fábula de terror, hay un monstruo que simboliza miedos profundos de sus espectadores. En este caso, el joven monstruo es un símbolo del miedo de los adultos a no comprender el mundo de los adolescentes, es un símbolo de la inquietud que les produce a los adultos que ese mundo se vuelva lejano e incomprensible, además del miedo a que la falta de conexión con las generaciones más jóvenes conduzca a la destrucción de las estabilidades familiares y sociales de los adultos.
Como fábula de terror funciona muy bien y es un gran trabajo creativo, de hecho, pero en su comercialización, tanto Netflix como los creadores han sido poco honestos. Nos han intentado hacer creer que esa es la realidad de los adolescentes hoy en día. Se ha llegado al punto de que el primer ministro británico diga que este «documental» —así lo llamó— debe ser visto en todas las escuelas de su país. Sin embargo, como señaló de manera perspicaz el periodista de investigación Ioan Grillo, la serie dista mucho de reflejar fielmente la realidad social de la violencia adolescente. Más aún, la serie Adolescencia no es, en realidad, una fábula sobre la adolescencia, sino sobre los temores de los padres acerca de la adolescencia.
Es cierto que la ficción se alimenta de la vida, pero eso no significa que la refleje al modo de un documento histórico o social, como decía el crítico literario Northrop Frye en La imaginación educada: «La literatura no refleja la vida, pero tampoco escapa o se aparta de la vida: la devora. Y la imaginación no parará hasta que lo haya devorado todo». La fuerza de la ficción, precisamente, reside en ofrecernos estructuras de «digestión» de la realidad, siguiendo con esta metáfora. La vida es un cúmulo de materia prima cruda y el ser humano necesita de esos procesos de digestión para enfrentarse a ella sin perder la cordura en el camino. En otras palabras, esos procesos de digestión sirven para que la cruda realidad tenga sentido. Y la ficción es uno de los modos que el ser humano ha encontrado de digerir la realidad. De darle sentido.
La sociología o la historia son, por cierto, otros medios de digestión, pero funcionan de forma muy diferente y digieren un tipo de alimento distinto. Confundir la ficción con una de esas disciplinas es hacerle un flaco favor al verdadero valor de la ficción. ¿Cuál sería la utilidad de la ficción si, como defendían los realistas literarios del siglo XIX como Balzac o Zola, fuera indistinguible de las ciencias sociales? Stendhal, en Rojo y negro, llegó a decir: «¡Porque, lector mío, una novela es un espejo que pasea por el camino real! Ora refleja, para que lo vea usted, el azul del cielo, ora el cieno de los barrizales del camino». Para estos autores, el novelista o ficcionador es un observador y expositor, un siervo de la realidad cruda. Más cercana a la verdad me parece la afirmación de Octavio Paz en Los hijos del limo cuando afirma que «si el arte es un espejo del mundo, ese espejo es mágico: lo cambia».
Esto, sin embargo, no significa que el arte mienta, que la imaginación sea un engaño o una deformación de la realidad. Al contrario, nos ofrece una verdad de tipo existencial, una verdad que pretende ofrecernos nuevas formas simbólicas de relacionarlos con la realidad. Es, por así decir, un arrancarle las cosas a la realidad cruda para así poder ver «el hechizo de cosas tales como la piedra, la madera y el hierro, el árbol y la hierba, la casa y el fuego, el pan y el vino», que diría Tolkien en su ensayo «Sobre los cuentos de hadas». Ese hechizo es, en realidad, el verdadero sentido que tienen las cosas para los humanos.
Analicemos, pues, algunas maneras en que Adolescencia hechiza o devora la realidad cruda hasta convertirla en una ficción próxima al terror. Durante el segundo episodio, los detectives acuden al colegio al que asistían asesino y víctima; todo este episodio nos transmite una espantosa sensación de angustia de las dinámicas agresivas y disfuncionales que se dan en el interior de ese colegio. El episodio está narrado a través de la visión adulta, pues seguimos, sobre todo, a los dos detectives, uno de los cuales es padre de un alumno del mismo colegio. Durante el recorrido, percibimos un mundo de anarquía, en el cual las relaciones —tanto las horizontales entre alumnos como las verticales entre profesores y alumnos— se caracterizan por la hostilidad, la indiferencia, la incomprensión o el desarraigo. Hay, en esta representación del colegio, una deuda enorme con el subgénero ficcional de la distopía y se puede apreciar, por ejemplo, la influencia de una serie reciente del mismo Netflix, Black Mirror —una serie que combina terror con ciencia ficción y distopía—, sobre todo en la sustitución de las relaciones interpersonales dentro del aula por vídeos o tecnologías alienantes similares.
Una reflexión atenta, además, nos hace caer en la cuenta de que los colegios realmente no son un mundo infernal hasta semejante punto: en ellos también se producen relaciones significativas y positivas, tanto horizontales como verticales. Lo que experimentamos en este capítulo es una reconfiguración imaginativa de la realidad bajo una de las más clásicas formas de la ficción narrativa: el descenso a los infiernos. El detective Bascombe es el verdadero protagonista de este episodio y, como en todo mítico descenso a los infiernos, sale de allí con una revelación que le permite enfrentar su realidad: al final del capítulo, repiensa la relación con su propio hijo e intenta recuperar el vínculo roto o inexistente entre ellos. El infierno creado durante este capítulo crea una estructura simbólica e imaginativa (es decir, ficcional) que permite al espectador hacer sentido de la incomprensión, de los problemas relacionales entre generaciones, de la dificultad de la convivencia escolar, de la ausencia de autoridad moral y de sus posibles consecuencias; todas ellas, por cierto, son ansiedades adultas y parentales de quienes observan el mundo escolar desde fuera. Todo esto es estéticamente y existencialmente de un gran valor, no es una mentira, pues contiene verdades de gran peso, pero no es un documental sobre la realidad de los colegios ingleses.
El hecho de que la serie esté rodada en cuatro planos secuencia —uno por episodio— crea una ilusión de realidad muy intensa, pensada por los creadores como un instrumento documental. Sin embargo, yo lo relacionaría más bien con una estrategia estética para hacer más palpable ese horror que se quiere transmitir. No es, si uno lo piensa bien, muy distinta de la estrategia que hace ya casi tres décadas usaron los creadores de El proyecto de la bruja de Blair. Más aún, esta estrategia forma parte del terror desde casi los inicios del género moderno. Mary Shelley narra la historia de Frankenstein inserta en las cartas que un marinero escribe a su hermana; el comienzo del Drácula de Stoker está narrado como una transcripción literal del diario de Jonathan Harker; El Horla de Guy de Maupassant es también un diario del protagonista. Todavía Stephen King se permite el guiño de introducir los elementos más fantasiosos del comienzo de Carrie como una serie de noticias en los periódicos. Y la lista, en fin, podría ser interminable. Lo horroroso, la fantasía de lo sobrenatural y extraño, parece pedir una paradójica narración hiperrealista que confirme la veracidad de los hechos.
Seamos sinceros, el tercer episodio de Adolescencia, con la conversación entre la psicóloga y el joven protagonista —el joven monstruo—, es una pura fantasía. Si lo enfrentamos a la realidad, tenemos que claudicar ante el hecho de la casi infinita improbabilidad de que un chico de trece años piense, se relacione y hable como lo hace el protagonista en ese episodio. Lo aceptamos, desde luego, porque es una ficción, porque sabemos que ese chico representa algo más, una verdad profunda: representa el miedo de los adultos a ser manipulados por los adolescentes, la inquietud de que bajo esa máscara de chicos buenos e inofensivos haya psicopatías o sociopatías ocultas y que esas patologías devoren nuestras seguridades. Al ser un adolescente que sin embargo muestra la capacidad —realmente adulta— de enfrentarse a una psicóloga, nos sentimos inquietos: un adolescente no es un adulto —pensamos visceralmente—, no puede traspasar ese umbral conceptual, no todavía. He aquí otra estrategia clásica del terror: seres que traspasan barreras conceptuales que consideramos infranqueables y atentan contra nuestras seguridades inconscientes. Muertos que están vivos, humanos que son animales, animales que se comportan como humanos, objetos que cobran vida.
Desde luego, a pocos se les ocurriría aceptar que Adolescencia es una ficción de terror en sentido estricto, sea esto lo que sea. Sin embargo, el efecto que ha producido es exactamente similar al que produce el terror. Diría más: ha producido un efecto más profundo aún, pues en el terror «en sentido estricto», los espectadores cierran el libro, salen del cine o apagan la televisión pensando que aquello, en realidad, no es real en sentido literal. Pues bien: lo que Adolescencia nos muestra tampoco es real en sentido literal; lo real —lo verdadero, más bien— son los miedos y las inquietudes que representa en su espejo mágico. La ficción es verdadera, pero no en el sentido que nos han querido convencer con esta serie. Si hay una verdad que Adolescencia nos ofrece, esta no trata acerca de cómo es el mundo de los adolescentes, sino de cómo es el mundo de los adultos cuando se preguntan, perplejos, qué pasa en esas indescifrables mentes adolescentes al adentrarse en el vasto territorio virtual de las redes sociales.
Si el arte es un espejo mágico, ¡qué visiones de pesadilla conjura! Creo que tu post me ha ayudado mucho a entender una serie que me removió que no pude terminar porque me hizo evocar con mucha intensidad mis propias experiencias adolescentes, mis propios miedos y mis propias inquietudes. Muchas gracias por compartirlo!! ❤️🔥