Al ser releídos, los libros parecen convertirse en edificios, jardines o lugares por los que uno, gracias al primer y quizás más distraído recorrido con que exploró sus principales atracciones, puede pasearse detenidamente y disfrutar de los pequeños detalles. Hay algunos libros que, de tanto que uno los ha recorrido, ya se sienten como un hogar; en esos casos, uno se encariña con rincones muy especiales, detalles que quizás para otros han pasado desapercibidos o simplemente carecen de mayor relevancia, pero que para uno contienen in nuce algo de la esencia más vital de ese lugar.
Tal es para mí la escena de la Odisea en la cual Penélope, tras haber aceptado que ese hombre que tiene delante es aquel al que llevaba veinte años esperando, finalmente lo abraza. Es hermosa la duda de la mujer, reacia a aceptar lo que ya toda Ítaca ha aceptado; es hermosa su fina astucia para plantear un enigma a ese hombre que dice ser su esposo; hermosa la explosividad con que arroja sus brazos al cuello del marido, una vez aceptado como tal; pero no es ninguno de esos aspectos el que más brilla a mi mirada en esa escena, sino el modo en que el narrador describe el abrazo.
Como cuando la tierra aparece deseable a los que nadan (a los que Poseidón ha destruido la bien construida nave en el ponto, impulsada por el viento y el recio oleaje; pocos han conseguido escapar del canoso mar nadando hacia el litoral, cuajada su piel de costras de sal) consiguen llegar a tierra bienvenidos, después de huir de la desgracia, así de bienvenido era el esposo para Penélope, quien no dejaba de mirarlo y no acababa de soltar del todo sus blancos brazos del cuello.
—Traducción de José Luis Calvo.
Hay en estos versos —traducidos aquí en prosa— una clásica figura poética: un símil, esto es, una comparación entre la situación presente en la ficción y alguna otra que se trae a la mente del lector, estableciendo alguna suerte de relación entre ambas. En este caso, la comparación de Penélope con un náufrago que llega por fin a tierra tras mucho sufrir y la comparación del abrazo que le da a Ulises con aquel que tal náufrago le daría a la tierra que lo salva. Sin embargo, la conjunción de ambas situaciones hace que, aunque una siga manteniendo su preponderancia de realidad interna (Penélope está abrazando a Ulises), la evocación de la otra (el náufrago llegando a tierra) a través del mismo medio —el uso de la palabra— diluya los límites de esa realidad interna y la transforme hasta hacerla una con la realidad evocada.
Una de las potencias más propias del arte es su capacidad para extender redes y tentáculos en nuestra visión del mundo. La recreación e imaginación son procesos que no solo traen a la mente situaciones, emociones u objetos conocidos por la experiencia, sino que —a través de los medios específicos de cada arte— los dotan de un sentido específico en nuestro universo humano. Y con dotar de sentido me refiero, por un lado, a reubicar las conexiones de significado que algo tiene para nosotros como humanos y, por otro lado, hacer que esas conexiones parezcan la verdad intrínseca de ese algo, como si se hubiera producido una revelación sobre la realidad y sobre nuestra comprensión de la realidad. Gracias a esta condensación del mundo a través de la palabra, la poesía revela una verdad que nunca antes había sido pronunciada.
A través de la recreación poética del abrazo de Penélope a Ulises, las palabras homéricas establecen unos finos pero férreos vínculos tanto hacia el interior de la obra como hacia el exterior, hacia la realidad del lector. Hacia el interior, tiene dos efectos inmediatos. El primero, manifestar el sufrimiento de Penélope en la forma del mismo sufrimiento que padece un marinero que se ahoga por culpa de los embates del destino divino y las tempestades, así como revelar la profundidad de su vínculo emocional con Ulises, al que siente como la isla que al fin la salva de su naufragio. El segundo de estos efectos, producir una inversión de roles: ella en el mar, Ulises como tierra; y, con ello, revelar el nivel de heroicidad de Penélope: así como Ulises en el mar, ella en la tierra. ¿Cuántas veces no leímos, a lo largo de la Odisea, a Ulises naufragar, su nave destruida por los embates de Poseidón? No es Ulises el único que ha sufrido, no es el único esforzado; más aún, no son menores que los suyos el sufrimiento y las desventuras que tuvo que soportar Penélope, ni menores son las virtudes con que ella enfrentó a sus enemigos, entre las cuales la inteligencia astuta brilla desde el principio hasta el final.
El poder del lenguaje poético, sin embargo, no termina en la capacidad que tiene para recrear una situación en el interior de la ficción. Esos vínculos que surgen de la palabra poética y hacen ver una verdad nunca antes pronunciada se manifiestan en este caso a través de la comparación explícita de dos situaciones que designaré ahora así: el naufragio asfixiante de la esposa heroica y el abrazo del marinero a su tierra bendita. Gracias al símil, una y otra situación se han disuelto mutuamente, se han contagiado sus identidades recíprocamente y, en nuestra vuelta al mundo tras ver esta ficción poética, nuestra mirada del mundo se ha ampliado. El sufrir, el esperar, el abrazar, el amar, pero también el mar, el navegar y el ser víctima del destino, se nos aparecen ahora bajo una nueva luz, como si el poeta hubiera sido capaz de sacar de ellos una verdad que estaba esperando a ser revelada. De un modo pequeño, sutil, pero significativo, ese símil hace del mundo un lugar más humanamente verdadero y del humano algo un poco más mundanamente verdadero.
La poesía implica un aprender a ver el mundo con ojos nuevos, volver a la realidad tras haber pasado por el filtro poético y darse cuenta de que ni la realidad supera a la ficción ni la ficción a la realidad: la realidad vive de la ficción y la ficción de la realidad; porque, como dice Laurent Dubreuil en el final de Poetry and Mind, «Lo que uno no puede calcular, uno debe poetizarlo. Y pensar». La realidad que entra bajo el reino de la palabra, vive de la palabra, y la palabra encuentra la perfección que le es propia en la mirada poética. Lo que uno no puede calcular, uno debe poetizarlo. Y pensar.
He de decir que me ha gustado mucho, señor Francis. Coincido plenamente.