Los contornos del silencio
La ironía, en el estilo de Jane Austen, es un contorno que delimita el significado de todo aquello que no se dice: el significado del silencio.
Es una verdad universalmente reconocida que toda persona que haya leído las novelas de Jane Austen debe haber quedado cautivada por su encanto. Como me dijera una librera al conversar sobre la autora inglesa: «Jane Austen se vende de forma constante todo el año», en lo que podría considerarse como una moderna y pragmática definición de qué es un clásico. Al cumplirse 250 años del nacimiento de la novelista, no podría imaginarse mejor regalo para su renombre.
Sin embargo, al mismo tiempo, no deja de ser paradójico que semejante fama haya surgido, precisamente, de la habilidad con que sus novelas trazan los contornos del silencio. Es en la callada inhibición de sus protagonistas que las obras de Jane Austen brillan, pues esos silencios destacan con más fuerza el mundo interior de sentimientos y deseos de sus heroínas. Y es, también, en la ironía de la que hace gala la voz narrativa que los silencios cobran una profundidad crítica y mordaz.
La ironía consiste en un decir sin decir, en un aludir dando un rodeo, en un aproximarse al asunto distanciándose de este al mismo tiempo. La ironía es un contorno que delimita el significado de todo aquello que no se dice: el significado del silencio.
Ironía y silencio, en las novelas de Jane Austen, se dan la mano estrechamente, pues la ironía es la voz constante del silencio con el cual se perfila cuidadosamente a sus protagonistas. A veces, somos cómplices en la ironía, como cuando percibimos que Anne Elliot se engaña respecto de los sentimientos propios y ajenos en Persuasión, o como cuando la voz narrativa satiriza determinados caracteres hasta hacerlos rayanos en lo ridículo y grotesco. Otras veces, percibimos la mueca brutal de la ironía, como en Mansfield Park, que por momentos parece anticipar las crudas novelas de las hermanas Brontë. En otras ocasiones, el arte de Jane Austen es tal que incluso es capaz de ironizar con el propio lector, como en el caso de Emma, en la cual el lector —hablo, sin duda, de mi propia experiencia lectora— va aceptando a lo largo de la novela la mirada ingenua y el mundo idílico de la protagonista gracias al uso innovador del estilo indirecto libre, hasta darse cuenta de que el tejido narrativo tiene forma de juguetona telaraña tejida por una autora astuta. A pesar de ello, Jane Austen termina dando algunas claves de orientación en su telaraña y nos hace partícipes de la broma, como invitándonos a tomar el té con una media sonrisa traviesa. «¿Disfrutaron de esta pequeña broma?», podemos escuchar resonando entre líneas.
La ironía no es, empero, solo una broma o un juego. En el gesto irónico, en el rodeo que elaboran los contornos del silencio, hay también un distanciamiento, una postura crítica respecto de aquel objeto de nuestro silencio y respecto del silencio mismo.
El uso del estilo indirecto libre, que tiene en sí mismo algo de subversivo, encuentra en Jane Austen una de sus primeras expresiones más sistemáticas. Con ello, se permite al lector introducirse en la mente y los deseos de las jóvenes heroínas. Esas protagonistas a quienes se ha negado una voz propia en público encuentran en las novelas de Austen un modo de ser expresadas y de expresarse sin romper del todo su silencio. Más aún, encuentran un modo de hacerse vivas para el lector, de forma que este pueda sentir los contornos de ese silencio y el silencio mismo. En el interior profundo de esa forma delimitada aparecen los deseos de las protagonistas, jóvenes mujeres en busca de su propia identidad, que están saliendo del mundo de los padres para buscar un mundo propio. Y, aun cuando ese nuevo mundo esté representado por el encuentro con el amor —o quizás por ello mismo—, se trata del mundo de sus propios deseos y no de los deseos de padres, madres, tías o pretendientes.
En una de las más clásicas y divertidas escenas de Austen, Elizabeth Bennet interrumpe al señor Collins, que le está declarando su intención de casarse con ella —no su amor, por cierto— y ya ha empezado a hacer planes: «Va usted demasiado deprisa, señor. Se olvida de que no le he respondido». Y eso, en realidad, ni siquiera es lo peor, sino que Collins desdeña la negativa de Elizabeth y se marcha convencido de que esas palabras no significan en modo alguno lo que realmente dicen. La escena está construida de tal modo que el lector, la voz narrativa y Elizabeth compartimos una sonrisa mordaz contra la estupidez invasiva e insoportable de Collins, que prefiere desterrar en el silencio a quien él cree ilusamente que será su futura esposa. ¿Cómo no hablar a través de sus silencios, si sus propias palabras directas son tan menospreciadas? En las novelas de Jane Austen aprendemos, precisamente, a asumir el subversivo, irónico y crítico punto de vista de las heroínas, a escuchar sus silencios como un contorno en el cual se contiene un mundo de deseos propio.
Es cierto, también, que ese punto de vista se equivoca en no pocas ocasiones al juzgar su entorno. Le sucede a Elizabeth Bennet respecto de Wickham y Darcy en Orgullo y prejuicio, le sucede a Anne Elliot respecto del capitán Wentworth en Persuasión, le sucede a Marianne Dashwood respecto de Willoughby en Sentido y sensibilidad, le sucede a Emma Woodhouse en Emma respecto de… respecto de todo, en realidad. Pero incluso esos errores, esos pequeños orgullos y prejuicios de las heroínas, forman también parte del mundo de sus deseos. Y asumir la perspectiva irónica de esos deseos nos permite, a su vez, reevaluar nuestra mirada sobre las estructuras vitales, sociales, privadas y públicas que las ficciones de Jane Austen nos presentan, empezando por nuestros propios deseos.
Si la ironía supone un rodeo, un hablar delimitando contornos y un distanciamiento crítico respecto de lo no pronunciado, no es de extrañar que el estilo eminentemente irónico de Austen haya producido multitud de lecturas y sus obras sigan abiertas a todo tipo de lectores. Lectores conformistas e inconformistas, tradicionales y radicales, constructivos y destructivos; todos tienen un lugar entre los contornos del silencio que Jane Austen traza.
Ni siquiera los clásicos desenlaces de sus novelas nos tienen que llevar a engaño y a pensar que, con su conclusión cómico-romántica, cierran completamente todo sentido posible. Esta es, probablemente, solo una manera más en que la autora juega con nosotros, pues nos ofrece la escapatoria de la estabilidad en un mundo que, de tan irónico, transita constantemente en la inestabilidad. De algún modo, en esos finales también se percibe una sonrisa juguetona, más enigmática incluso que la sonrisa de la Gioconda. Si has sentido alguna vez esa sonrisa al leer sus novelas, entonces has sentido en tus labios los contornos del silencio que Jane Austen dibuja con mano maestra.