Los miedos (verdaderos) de Mariana Enriquez
Reseña publicada en RAL Revista Artes Liberales, número 7, diciembre 2024. «Nuestro miedo reside en una oscuridad sin forma que la pesadilla trae a la vida bajo formas simbólicas».
Publicado en RAL Revista Artes Liberales, número 7, diciembre de 2024.
Decía Borges, parafraseando al poeta romántico Coleridge, que las imágenes de nuestras pesadillas no son el origen de nuestro miedo, sino solo el producto de nuestros verdaderos miedos; la esfinge que, mientras soñamos, se posa en nuestro pecho, nos produce horror debido a que ella misma es, en primer lugar, originada por nuestro malestar previo. Nuestro miedo reside en una oscuridad sin forma que la pesadilla trae a la vida bajo formas simbólicas. Lo mismo podría decirse, dando un salto muy pequeño, de la literatura de horror.
La última estrella del oscuro firmamento del horror en lengua española es la argentina Mariana Enriquez, cuyo reciente libro de cuentos, Un lugar soleado para gente sombría, se sumerge en las profundidades de la realidad urbana argentina. En un ambiente sociopolítico tan viciado como el argentino, la extrañeza producida por los límites fantasiosos que la literatura de terror impone al ambiente realista y urbano de Buenos Aires permite ver realidades cotidianas bajo la luz de la verdad de la ficción.
Los fantasmas y engendros que habitan la ciudad de Buenos Aires y que aterran a los protagonistas en cuentos como «Mis muertos tristes» o «Los ojos negros» se convierten en las esfinges de las pesadillas porteñas, dando forma al horror de la inseguridad, el crimen y la violencia, al horror que llama a nuestras puertas y entra en nuestras casas sin preguntar, persiguiéndonos en la noche para destruir y consumir la convivencia con un hambre voraz, haciendo de cada habitante un guiñapo tembloroso encerrado en su hogar. El estilo realista y sórdido que adopta la autora, sin concesiones poéticas, acerca ese terror aún más a nuestra cotidianidad, hasta que sentimos su espeluznante presencia asomando en el salón de casa y su gélida respiración en la nuca.
El cuerpo, y más en particular el cuerpo femenino, es otra de las esfinges de las pesadillas que nos presenta Enriquez. Si las ansiedades urbanas reflejan el terror del lugar público que habitamos, las ansiedades corporales reflejan el terror del lugar privado con el cual podemos habitar. Y habitar implica también cohabitar; por ello, el cuerpo no es simple materia, sino ante todo el primer semillero de nuestra identidad, concepto este último que se mueve entre la percepción privada y la pública. El cuerpo transita, por tanto, en el umbral tripartito entre mis deseos, mis posibilidades y las expectativas —o incluso acciones— ajenas. Las fricciones y tensiones de ese vórtice centrífugo producen desgarros que Enriquez explota para mostrar las inquietantes oscuridades ocultas en la relación con nuestras identidades.
En cuentos como «Julie», «La desgracia en la cara» y «Diferentes colores hechos de lágrimas», el cuerpo femenino se convierte en objeto del horror: la crueldad de los cánones de belleza, la apropiación del cuerpo femenino por perturbadas mentes masculinas o el trauma silencioso de la violación engendran fantasmas, alteraciones de la realidad e imágenes perturbadoras que son pasto de pesadillas que se viven en la noche de la consciencia, pero a la aún más terrible luz del día y no de los sueños. Quizás, el escape marginal de la protagonista del relato «Metamorfosis», su secreta y casi morbosa microcirugía en un intento de aferrarse a la femineidad de su cuerpo, es el último consuelo de las protagonistas de estos cuentos: allí donde habita lo extraño, donde habita el horror, es posible encontrar una nueva forma, una nueva identidad.