Cumbres Borrascosas y la elección del narrador (Parte III)
En la última parte de esta trilogía, analizo la voz narrativa en un relato de Borges y en novelas de Virginia Woolf.
Esta es la tercera y última entrega sobre la voz narrativa en literatura, a raíz de Cumbres Borrascosas. Puedes leer las dos anteriores aquí:
La segunda entrega de esta pequeña trilogía sobre la voz narrativa terminó con la maestría de Jane Austen como narradora para introducirnos en la perspectiva de sus personajes, incluso aunque su voz narrativa era —solo aparentemente— externa, esto es, en tercera persona. A esta disparidad literaria entre quién narra y quién percibe se la conoce en la narratología clásica de Gérard Genette como «focalización». El focalizador sería, entonces, el personaje dentro de la ficción cuya percepción filtra lo narrado, incluso cuando la voz narrativa no sea la suya; tal es el caso de Emma en la novela de Jane Austen.
En la narratología cognitiva de Monika Fludernik, en cambio, la focalización se engloba dentro del concepto más amplio de la «experiencialidad corporeizada». Según esta teoría, toda narración es la evocación de una experiencia de vida (experiencialidad) anclada en un determinado marco cognitivo-corporal (corporeizada), lo cual permite al ser humano dotar de sentido a lo narrado de una forma emocionalmente inmersiva e involucrada.
Sin embargo, en numerosas ocasiones la corporeización no es única; esto es, no experimentamos la narración desde un solo marco cognitivo-corporal —un solo personaje o una sola voz, si se quiere simplificar—. En no pocas ocasiones, el marco del narrador, el de un personaje, el de otro más y aún otro más, se conglomeran y dan vida a una experiencia mucho más compleja que la simple inmersión en la perspectiva de un personaje. Dan vida a una experiencia, quizás, más compleja y, al mismo tiempo, más comprensible que la misma vida.
El yo cubista en Borges
En el relato «Emma Zunz» de Jorge Luis Borges, la visión de la protagonista está entremezclada con el discurso del narrador. La mente de Emma se nos ofrece en pequeños vislumbres y, cuando lo hace, se intuye atormentada, autodestructiva, feroz, pero el discurso del narrador que recrea su pensamiento y sus actos aporta una frialdad y una reconstrucción temporal que hace del relato una superposición casi cubista de perspectivas personales y temporales, en la cual la «experiencialidad corporeizada», como si fuera uno de esos retratos cubistas, refleja una experiencia mental deformada hasta antojarse casi imposible.
Pero no es imposible, en realidad, ni tampoco una deformación. Es, precisamente, la magia de la literatura en acción, mostrando su capacidad para crear nuevos mundos humanos, para abrir campos a la experiencia de lo humano a través de la imaginación. En «Emma Zunz», Borges recrea una mente que, sacudida por la pérdida, se somete ella misma a un nuevo trauma. La pérdida y el trauma, finalmente, se confunden el uno con el otro en una atemporalidad que es, a su vez, la forma verbal de moldear lo inefable.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
No somos del todo capaces de saber si ese «comprendió» es una afirmación del narrador o simplemente la certeza emocional de Emma filtrada en la voz del narrador; después, intuimos que ese «seguiría sucediendo sin fin» es una manifestación de la mente de Emma, pero la forma en que el narrador asume en su propio discurso la valoración no nos permite estar del todo ciertos; y ese «tal vez» de la última línea nos desequilibra, pues el propio narrador que ha asegurado otras cosas con tanta certeza se manifiesta aquí inseguro. Ni él ni quizás Emma están seguros de lo que está pasando o pasará o habrá pasado, pues el tiempo mismo empieza a entrar en un extraño bucle psicológico: Emma «ya era la que sería».
Esta incertidumbre de un narrador que, por otra parte, está seguro de tantas cosas se repite a lo largo del relato con algunos quizás:
A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana credulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. [Cursivas mías]
O, en este otro párrafo para enmarcar:
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.
Con este extraño bucle mental, el narrador se desliza por la mente de Emma con incertidumbre. Nos muestra los límites de su perspectiva, pues se pregunta qué pensó exactamente Emma y, a continuación, elabora una posible vía de pensamiento y se la atribuye al personaje de forma inapelable, pero aun así propia. Pensó (no pudo no pensar).
En la mezcla de su voz narrativa y la de Emma, también mezcla en un solo momento del tiempo a tres personas distintas —padre, marinero y futura víctima— y crea la posibilidad de un bucle temporal —o, quizás más bien, atemporal— que recrea la mente del trauma y la pérdida. El «desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces» se vuelve más comprensible, más posible, más ordenado y menos inconexo y perplejo gracias a la posibilidad de recrearlo como un «tiempo fuera del tiempo»; se establece una conexión del pasado, el presente y el futuro gracias a la verbalización de un yo tambaleante sumergido en hechos traumáticos y un yo externo que busca una unidad del tiempo y la experiencia humana en ese caos. Es dar palabras a la vida, porque hablar del caos lo hace un poco más manejable, porque el tiempo humano es algo que solo podemos vivir y experimentar con nuestras emociones, pensamientos y cuerpo. Experiencialidad corporeizada.
Y esta era, quizás, una de las delicias preferidas de Borges como ficcionador: hacer de la realidad una arcilla que moldea formas para llevar lo humano más allá de sus aparentes límites y, así, dotar a la realidad de una magia particular hasta hacerla real.
Del yo imposible al yo múltiple en Virginia Woolf
La conglomeración de las voces de narrador y personaje no es el único modo de presentar complejas perspectivas experienciales que den sentido a algún aspecto emocional y existencial de la vida. En ocasiones, la narración se mueve de perspectiva a perspectiva, uniendo con hilos invisibles la experiencia múltiple para convertirla en un solo mundo. Con esa narración paradójica, la multiplicidad que podría conducir a la confusión se convierte, en realidad, en una unificación de la experiencia confusa, pues esas distintas perspectivas se funden en la unidad de la obra literaria, en la unidad de un discurso.
En La señora Dalloway y Las olas, de Virginia Woolf, nos adentramos como espeleólogos de la mente en la visión y, también, en el discurso de una serie de personajes conectados por el acto del pensar, del sentir, del silencio hecho palabra en la mente, pero también conectados por la magia de la palabra narrativa misma. La metáfora de la espeolología, de hecho, no es mía, sino robada a la propia autora, quien decía de La señora Dalloway mientras todavía estaba en proceso de escritura:
He excavado hermosas cavernas tras las mentes de mis personajes; creo que eso logra exactamente lo que quiero: humanidad, humor, profundidad. La idea es que las cavernas se conecten y cada una de ellas salga a la luz en el momento presente.
(…)
Me ha llevado un año de tanteos descubrir lo que llamo mi proceso de excavación de túneles, a través del cual cuento el pasado por partes.
Ya el comienzo de La señora Dalloway es una ventana mental y casi literal:
La señora Dalloway dijo que compraría las flores ella misma.
Y es que Lucy ya tenía bastante trabajo encima. Se iban a sacar las puertas de los goznes, iban a venir los hombres de Rumpelmayer. Pero ah, pensó Clarissa Dalloway, qué mañana, fresca como encargada para niños en una playa.
¡Qué diversión! ¡Qué zambullida! Pues siempre lo había sentido así, cuando con un pequeño chirrido de los goznes que ahora podía escuchar, había abierto de golpe las puertas balcones y se había zambullido en el aire abierto de Bourton. Qué fresco, qué tranquilo, más calmado que este desde luego, era el aire en la mañana temprano; como el batir de una ola; el beso de una ola; frío y punzante, pero aun así —para una niña de dieciocho como era ella entonces— solemne, sintiendo como sentía, de pie allí en la puerta abierta, que algo terrible estaba a punto de suceder.
La acción nos sitúa en Londres, en la mente de la señora Dalloway, pero el mismo movimiento de salir a la calle a buscar flores se convierte instantáneamente en algo más que un recuerdo del pasado: se convierte en la acción de retroceder en el tiempo a otra puerta que se abre. Al mismo tiempo que Clarissa está en la vereda de su casa en Londres, está también en la playa de su adolescencia, los pies batidos por el beso frío de las olas. La acción de salir a la calle se convierte en la nostalgia de cuanto la señora Dalloway pudo haber vivido y no vivió —con Peter Walsh, con Sally Seaton, consigo misma quizás—, en la horrible sensación de que algo malo va a suceder —porque ya ha sucedido para esa mente que mira en retrospectiva, pero también porque volverá a suceder en otra persona y la novela deja entrever ya hilos invisibles—.
Entonces, nos damos cuenta de que Londres ya no es solo un lugar, sino un lugar en que el tiempo se concentra. Y Virginia Woolf —que usaba el título de trabajo Las horas para esta novela— establece como hilo conductor de su novela el reloj del Big Ben, sonando implacable a cada rato para todos los personajes. El lugar es un tiempo también y el tiempo un lugar, igual que la puerta se transforma en umbral del tiempo, porque estamos dentro de las cavernas de la mente de Clarissa Dalloway, de Septimus Warren Smith, de Rezia. Como decía Mijaíl Bajtín en su ensayo «Formas del tiempo y del cronotopo en la novela», en la literatura «los signos del tiempo se manifiestan en el espacio y el espacio se comprende y aprecia en el tiempo». Y no puede ser de otra manera si la literatura transmite una experiencialidad corporeizada, porque los humanos vivimos en una experiencia en la que espacio y tiempo son uno, convergiendo en nuestros cuerpos y en nuestras mentes. Incluso aunque, al final, el Big Ben sonará con una última campanada implacable.
Después, la narración sigue la caverna mental de Clarissa hasta que algo en el espacio de Londres —un coche, una bocina— vuelve su atención al presente y, a través de ese objeto y ese sonido, enseguida nos volvemos a zambullir en la caverna mental de otro personaje que ha presenciado ese bocinazo: la caverna de Septimus Warren Smith, cuya neurosis de guerra hace que su mente esté encerrada en el trauma, en el pasado que derrota al presente hasta hacerlo insoportable.
Y así, Clarissa Dalloway y Septimus Warren Smith, dos personajes en apariencia tan inconexos, quedan tan íntimamente ligados en la narración de la novela que uno de ellos sirve como sacrificio que salva a la otra aun cuando sus vidas marchan paralelas y ajenas. La tragedia insoportable de uno se convierte en la tragedia aceptada de la otra. Ambas tragedias, sin embargo, son invisibles salvo para quien puede acceder a esas cavernas intrincadas de sus mentes: nosotros, los lectores.
En Las olas, esa conexión múltiple de mentes y voces se convierte, directamente, en la forma misma de narración de una novela que Paul Ricoeur calificó menos de novela y más de «oratorio», precisamente por su estilo, por la superposición de voces de los personajes sin filtro, que «hablan» de sí mismos alternativamente. Pero no hablan, en realidad, porque no hay una posición física en la cual se produzca realmente ese acto de habla, aunque la narración nos diga que hablan. Los personajes verbalizan su vida en unos turnos que nadie les dio, pues son los turnos que las olas mismas tienen en el mar, son los turnos de vivir que la vida nos da; son mentes verbalizadas, vidas verbalizadas, experiencialidades corporeizadas con sus propias palabras como olas del mar inmenso de la vida común.
La narración de Las olas nos zambulle en el mar de la vida —o de las vidas, más bien—, que se hacen tangibles a través de la palabra, igual que el mar se hace tangible a través de las olas en la playa. Y donde hay una multiplicidad de voces y de vidas, hay también una unidad marítima: calma como ese mar en la playa, nostálgica como un mar encargado para niños en la playa, profunda como el mar que no se llega a ver del todo y, finalmente, finita como el día que se desvanece entre el frío y punzante beso de las olas. Cada ola, como cada voz de la novela, goza de una particularidad propia y, al mismo tiempo, forma parte del mar inmenso.
Coda crítica
Como un psicólogo que te anuncia tras un descubrimiento que es hora de terminar la sesión antes de que sea la hora, también necesito yo terminar este artículo justamente aquí, pues nada podría añadir que sea capaz de mejorar lo que Virginia Woolf nos ofrece en sus novelas. Queda, por tanto, inconcluso el proyecto de hablar de otras voces narrativas que había planificado.
Sin embargo, no puedo terminar esta trilogía sin volver de forma crítica sobre el punto de partida que dio inicio a esta serie: mi propia insatisfacción con la voz narrativa de Cumbres Borrascosas y con la opacidad de la mente de los protagonistas. No me gustaría que se leyera esta breve trilogía como un alegato contra la novela de Emily Brontë o una elaborada argumentación para menoscabar su valor. Las novelas, como los hijos, no son como nos gustaría que fueran, sino como son. Hay que quererlos así. Más aún, me gustaría que el final de este recorrido lleve a cada lector a su propio encuentro personal con Cumbres Borrascosas —y ojalá con el resto de obras mencionadas—, pues creo que todos tenemos la obligación de no creer del todo a un crítico literario y no deberíamos cederle a un crítico nuestro criterio acerca del valor de una obra literaria, máxime cuando se trata de un clásico.
Eso estoy diciendo, lector: no me creas del todo, yo también soy un «narrador» poco confiable. Aprende lo que puedas aprender de cuanto te digo, si hubiera algo que aprender, y lee tú mismo, vive tú mismo la experiencia (la experiencialidad corporeizada) de Cumbres Borrascosas, y luego habla de tu lectura, que es profundamente tuya —pero, de nuevo, no intransferible—. Los libros solo están vivos si los leemos. Mientras tanto, duermen soñando con su próximo lector.
El crítico no debería ser más que el nigromante que abre la puerta a ese espacio de ensueños que pueden hacer la vida más verdadera.
Leí las tres partes y me encantó cómo abordás la figura del narrador. Me hizo pensar en otras novelas y en la decisión de los autores sobre cómo fueron narradas. Y ese final, con la frase “los libros solo están vivos si los leemos”, me fascinó. Me hizo imaginar que el lector tiene un poder casi mágico: el de revivir mundos dormidos solo con pasar las palabras por la mente.