Leer ficción no es un acto político
Cuando reducimos lo literario a lo político, corremos el riesgo de perder la misteriosa complejidad de la experiencia literaria.
Para quien disfruta con la literatura, la lectura de ficción es una experiencia valiosa en sí misma, que enriquece y transforma su mundo. Esa compleja y a menudo misteriosa experiencia es, de hecho, la motivación por la que la mayoría de gente lee ficción. Por lo tanto, uno de los mayores desafíos en la enseñanza de literatura y de la crítica literaria es centrar la atención en esta experiencia y en su complejidad, algo que ni es sencillo ni —desafortunadamente— parece ser frecuente.
La experiencia literaria
La misteriosa complejidad que encierra la experiencia de la ficción la hace escurridiza, difícil de aprehender y encerrar. Yo mismo, que enseño y analizo literatura y llevo años investigando en qué consiste la ficción, quedo embargado por la perplejidad cada vez que intento comprender como lector el acto de lectura de ficción, lo cual me empuja siempre a seguir aprendiendo. Ahora bien, esta apertura no debería ser eliminada en la enseñanza y crítica literarias, sino alimentada, ya que se trata de una oportunidad privilegiada para indagar en la también misteriosa naturaleza humana. Lejos de cerrar los interrogantes, deberíamos facilitar que cada lector se abra los suyos propios al compás de su experiencia lectora.
Por desgracia, la enseñanza y la crítica literarias a menudo domestican esa apertura con respuestas demasiado rápidas que ofrecen el alivio de lo comprendido y del control, pero empobrecen la magia de la experiencia literaria. No es raro encontrar académicos y críticos que convierten la obra literaria en un objeto secundario, un acertijo que puede ser resuelto y cuyo valor reside en su «solución», tras la cual puede ser descartado para seguir hablando «de eso que realmente importa».
Recientemente, en un artículo sobre El señor de los anillos de Tolkien, me encontré con un caso paradigmático:
El señor de los anillos está lleno de racismo (…), de colonialismo e imperialismo (…), de un sexismo profundamente retrógrado (…). Hay también una desconfianza generalizada en la democracia, las ciudades, la modernización, el progreso, el relativismo cultural y el materialismo, en favor de la monarquía, el agrarismo, la inmovilidad, las fantasías del bien contra el mal y un tradicionalismo que a veces raya en el fanatismo religioso. (…) A pesar de ello, Tolkien tiene muchos aficionados de izquierdas.
En el mismo artículo, el autor se manifiesta como uno de estos aficionados, pero se siente en la necesidad de justificar su experiencia de disfrute de esa novela a través de una racionalización tan extrema y tortuosa que, francamente, se puede sentir una distancia insalvable entre la experiencia literaria y la posterior racionalización. En estos casos, en mi opinión, hemos perdido en el camino algo importante.
Estamos ante un caso en el cual la novela ha sido reducida a una clave política preconcebida. Lejos de dejarse sorprender y mecer por la complejidad de la ficción, en estos casos sentimos que la obra ha sido reducida a un «lo que realmente quiso decir el autor es…».
Como dijera Susan Sontag en «Contra la interpretación»:
Las interpretaciones de este tipo indican una insatisfacción (consciente o inconsciente) con la obra, un deseo de reemplazarla por otra cosa. La interpretación basada en la altamente dudosa teoría de que una obra de arte está compuesta de elementos de contenido violenta el arte. Convierte el arte en un artículo para su uso, para la disposición de categorías en un esquema mental.
No es mi intención desmerecer el hecho de que alguien experimente las sutilezas políticas de una obra de ficción, sino llamar la atención sobre los riesgos de banalizar esta experiencia. Bajo el lema «la política está en todas partes» y su consiguiente lógico «la literatura es política», la complejidad de una obra de ficción queda reducida a un encuentro con ideologías presentadas de formas más o menos sugerentes, más o menos sofisticadas y más o menos veladas. Según esta manera de entender la literatura, la obra no es valorada por su capacidad de producir una experiencia literaria en toda su riqueza, sino por el mensaje político que encierra. Parafraseando a Sontag, se puede decir que en estas interpretaciones la obra de ficción es reemplazada por la política ideológica.
Lo literal y lo literario
En un artículo del año 2017, una crítica y ensayista se quejaba con amargura acerca de cómo la ciencia ficción y la fantasía habían «perdido su capacidad para imaginar alternativas al capitalismo», como si la literatura consistiera en ofrecer manifiestos o manuales en los que se exponen modelos de gobierno y sociedad.
Uno de los grandes problemas de estas lecturas es que convierten el texto literario en un texto literal y, con ello, tienden a eliminar lo más propio del lenguaje literario: su potencial simbólico.
Cuando en una obra de ficción aparece un rey, este es literalmente un rey dentro de la ficción y así hemos de entenderlo al leer; sin embargo, esa figura ficcional tiene la capacidad de producir un sentido simbólico y no literal hacia fuera de la ficción, es decir, en el lector. Este sentido es, en mi opinión, la clave de lo esencialmente literario, la clave de la experiencia de leer ficción. En su sentido simbólico, el rey de la ficción no es literalmente ni únicamente un rey, sino una compleja consolidación de convenciones, connotaciones y disposiciones alrededor de la figura del rey, pero capaz de amoldarse a cada nuevo lector.
Esto incluye, desde luego, las concepciones personales de qué es un rey en la vida real, pero también —y casi diría principalmente— la comprensión de qué es un rey en la ficción. La literatura está llena de reyes y figuras de autoridad semejantes, con las cuales Tolkien también construye el sentido que, dentro de su historia, tiene Aragorn y su retorno; a su vez, además, cada nueva aparición de un rey en la ficción expande el potencial de esta figura gracias a nuevas conexiones sugeridas dentro de su propia obra.
Que en la tragedia griega, por ejemplo, los protagonistas suelan pertenecer a familias reales tiene, ante todo, la capacidad simbólica de dar un sentido específico a la caída trágica: sentimos con una fuerza particular el sentido trágico de la vida al verlo encarnado en figuras socialmente superiores a nosotros, figuras de poder y autoridad, las cuales son víctimas de la tragedia precisamente por su altura simbólica. Experimentamos también, sin duda, sentidos políticos en muchas de esas tragedias; pero no por ver caer a un rey suponemos que la obra sea una proclama antimonárquica.
Si no fuera por el sentido simbólico hacia fuera de la ficción, el final de la Odisea —o de cualquier otra de las miles de historias en las que el héroe triunfa después de matar al antagonista— debería producir un profundo rechazo a quien está en contra de la pena de muerte o de la violencia como forma de resolución de conflictos. También sería incomprensible que a alguien que se manifiesta republicano le produzca placer el final de El señor de los anillos, con el retorno del rey. Y, sin embargo, sucede, porque además de ver literalmente a un rey o un ajusticiamiento violento (dentro de la ficción), un lector está experimentando un sentido de armonía, de orden, de unidad, de aniquilación del mal, un sentido unitario de las acciones humanas, cosas ellas que resultan deseables tanto a nivel personal como social, independientemente del modo específico en que se produzcan en la vida real. Al disfrutar con esas ficciones, no estamos un paso más cerca de convertirnos en monárquicos ni de proclamar las bondades de la pena de muerte, sino que esas historias han resonado con una tonalidad que armoniza con la tonalidad de nuestros deseos humanos.
Por supuesto que en las obras literarias también hay política o reflexiones sociales, como hay tantas otras cosas. Sin embargo, rescatando a Susan Sontag de nuevo, el buen análisis literario «funde las consideraciones de contenido en aquellas de forma»; es decir, que en una obra literaria, lo literario no está supeditado a lo político, sino que lo político —y el resto de «contenidos»— está moldeado por lo literario. Si olvidamos el funcionamiento del lenguaje de la ficción, estaremos despojando a la obra de arte de aquello mismo que la convierte en arte en primer lugar: su potencia simbólica para nuestra existencia. Leer lo literario de forma literal rompe la magia misma de la ficción.
Leer ficción no es un acto político; es un acto literario. La literatura también contiene política, igual que la vida política contiene literatura; en este último caso y bajo ciertos contextos, de hecho, el acto de leer puede convertirse en un acto político, pero precisamente porque en tales casos no interesa la obra literaria en su especificidad, sino como arma política. Sin embargo, ni la literatura es política o viceversa ni entenderemos bien qué es cada una de ellas si no entendemos aquello que las convierte en lo que son por sí mismas.
Diste en el clavo, Francis: la cuestión de fondo no creo que sea si la literatura es política, sino más bien cómo lo es, y si tal dimensión política enriquece o empobrece el valor artístico de una obra.
Quien lee a Tolkien en clave literalista (tampoco debe hacerlo, por supuesto, de forma alegórica, ya que el propio autor detestaba tal idea) no ha entendido nada de lo que él quiere decir.
¡Un 10 para tu post!
Coincido plenamente. La literatura, en especial la ficción, es antes que nada, creación artística. Por ende debe apreciarse primero en sus formas y en el placer que producen en el lector. Lee uno, sobre todo, por placer. La “sobre interpretación” de textos es a veces un ejercicio que nos aleja del simple disfrute de la lectura. Borges, García Márquez o Vargas Llosa, son grandes escritores, más allá de sus pensamientos políticos que puedan o no colorear su obra. Concuerdo con Francis en que la manía de querer encontrar en todo argumentos políticos no es la mejor manera de abordar un libro. Me gusta o no me gusta es la cuestión !!